14.7.10

anteojitos

Él está en el rincón de esa oficina masculina, y en el instante que ella ingresa, todas las miradas de esos hombres supuestamente abocados a sus tareas, se posan en su cuerpo como mariposas que exhaustas buscan descansar en su pelo revoltoso, en sus brazos, en su espalda, en sus piernas y en lo que hay entre estas dos partes. Y eso que su cuerpo no es un precipicio hacia el belleza, sino por el contrario, es más bien un cuerpo sencillo. Será quizás que detrás de ella se mueve un Cupido buscando ansioso al hombre indicado que fijará la mirada en el punto exacto.

Él está en ese rincón que es como un codo. Escondido en ese espacio, sin embargo, la mira a través de sus anteojitos muchas más veces que el resto de los hombres de esa oficina, porque desde ese ángulo la ve pasar cuando ella camina por el pasillo. Va y viene, con los ojos de él, por ese largo y angosto pasadizo que solamente conduce al deseo implacable de ese hombre de anteojos que la anhela y que no sabe si algún día la tendrá. ¿Cupido no se habrá dado cuenta que es el que más y mejor la observa durante el día?

Y ella entra, da un vistazo rápido al escenario y muy velozmente, por el rabo del ojo, encuentra esos anteojitos que nunca sabe si la están mirando o no. Parecerían ser cuatro ojos y, sin embargo, no sabe si alguno le pertenece. Mientras tanto Cupido avanza, ansioso, por esos rostros pegajosos que se prenden a su cuerpo pero que nunca se detienen en el lugar preciso. ¿Es que acaso no han visto esa sonrisa que es herencia de su madre? ¿O el legado de su padre, un pedazo de ojos negros?

Para seguir restando flechas al heraldo, ella se detiene un par de veces al día, en un escritorio o quizás dos, para resolver las mismas cuestiones operativas del trabajo diario. Y ese escritorio nunca es el de anteojitos. Fulano o Mengano responden a sus preguntas y resuelven sus cuestiones, con la premura de un hipnotizado. Y ella, hasta torpe, sale dialogando con Cupido sobre los motivos del asombro masculino en esa oficina: siempre está despeinada y ojerosa, caminando como una verdadera latina en su aldea. Y Cupido responde que es la luz del ángel, un aura que se ha vuelto hasta inservible porque el príncipe no aparece.

Ese martes, colgada de la realidad más material, apurada y arrebatada como siempre, entra fugazmente a la oficina y ni Fulano ni Mengano estaban para solucionar sus problemas laborales. Entonces ella se para en el medio de la oficina, rodeada por escritorios que se parecen más a cuevas de buitres al acecho. Lanza una pregunta abierta para que alguien le responda y, desde ese rincón que se parece a un codo, anteojitos da una contestación detrás de esos vidrios y en dos palabras resuelve el acertijo. Entonces ella agradece y gira para salir. De repente se le cae una hoja y cuando voltea para alzarla, él se había sacado los anteojos. Y fue como si a Cupido le hubiese picado la espalda y cuando estaba por rascarse, da la vuelta, y encuentra esos ojos verdes que la miran, no a ella, sino a su aura. Cupido, maravillado, dispara su flecha. Un nuevo amor está por nacer. Y en ese segundo exacto, ella dice: “la hoja que se me cayó es el telegrama de renuncia”.

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