10.2.08

Intersticios del amor: flash de las cámaras fotográficas

Hace no mucho tiempo me encontré en una parada de estación a un viejo lobo, viejo no por su edad sino más bien por la experiencia, ese conocimiento que se adquiere tarde tras errores permanentes y que, paradójicamente, es un conocimiento obsoleto pues de poco llega a servir: si lo transmitimos a otro ese otro no adopta los consejos y no por terquedad sino por falta de compresión y que, si quisiéramos aplicarlos nosotros no podemos, porque en un acto de ironía de la realidad dejan de presentarse espacios para hacerlo. Los escenarios se renuevan. Y hay que aprender. De nuevo.
Lo cierto es que al menos yo lo escuché mientras esperaba mi tren y ahí estaba él impidiendo que me subiera. Y si le hubiera hecho caso, quizás, hoy no estaría acá en este túnel con los motores de la máquina detenidos y corriendo riesgos de accidente.
Indudablemente el amor existe, pero creer en él se vuelve un ejercicio que roza lo agobiante. Este lobo, hombre de ojos perdidos en la soledad del tiempo, pretendía vivir su vida con amor sin fotografía. Lejos de enquistarlo en las formalidades. Ahí estaba, intentando detener absurdamente a los subordinados de imposiciones propuestas por una masa social civilizada. Ahí estaba, como un nadador de mallas fosforescentes peleando a contracorrientes y gritando por ser atendido. En silencio.
Su concepto era “no luchar por la foto”. Que sería más o menos como un amor de colección. Como este amor mío, que ahora es de colección. Que se saca de las vidrieras, que modela en pasarelas, que insinúa felicidad, que anhela estabilidad. Y se confunden los términos, porque puede estandarizarse pero también el amor crea. Crea personas, crea sociedad, crea cultura. Y todo lo que es fenómeno de creación asombra, enceguece. Creemos en el amor, como personas la existencia de otro, el alter, se vuelve requisito sine quanon para un estado de paz que se puede acercar a la felicidad que se pretende como fin último en toda filosofía mundana. Una cama y un binomio en el amor es como el paraíso que profesan las religiones y que no es más que una pedagogía para los instintos animales. Somos hijos del rigor, con fuerza o con teoría, siempre requerimos control. Pero volviendo al amor, cuando lo estamos masticando, a veces -por no decir siempre- mordemos ajo picante, como ese “puta parió” que en el campo comen a gusto. Lo que ahí condimenta, acá contamina.
Al amor hay que aprender a sentirlo y, como si eso no costara, se suma tener que aprender después, a olvidarlo. En cada gesto y a gritos. Como en geografía los ríos y montañas del mundo, como en historia héroes y próceres, el amor se aprende y la fórmula matemática exacta se descubre con la práctica y el trillado método de prueba-error. Entonces el amor te rapta, te eleva, te posee y te crea.
En ese circuito, a veces más sinuoso, unas veces más sabroso que otras, y de vez en cuando fluctuante, nos hacemos más fuertes. Hemos aprendido a amar, recibimos el diploma y ejercemos con licencia la facultad de gobernar en la relación, somos dueños del amor. Eso que ahora, que somos graduados, se ha vuelto sustancia espesa. Y es ahí, cuando comienza el camino inverso. Sería ahí el momento en el que, para aquel lobo, el flash de la cámara de foto encandiló al amor.
Cuando el amor se solidifica corre el riesgo de volverse un fósil, estamos en el vértice de una V invertida. Llegamos sudando como el mejor de los atletas y hasta nos parecemos a Sísifo y, siendo Sísifo, tenemos altas probabilidades, casi estadísticamente comprobadas, diría yo, de tener que bajar por el otro lado y cargando el peso. Solos. Otra vez.
Parece suceder que cuando estamos subiendo, aprendiendo, conociendo al amor, somos auténticamente libres. Libertad. Ejercemos soberanía sobre nuestro propio ser hasta que la historia se consolida. Ahora, a partir de este momento, libertad con vallas. La autoridad -o la soberbia- conquistada por el tiempo de formación e incorporación del amor, respalda en la cotidianeidad, el derecho de posesión. Ni siquiera hace falta que sea veinteñal, porque hay vacíos legales aquí. Ni ley ni jurisprudencia, no hay tribunales en esta jurisdicción en la que el amor se encuentra internado en estado vegetativo.
Antes éramos nosotros, seres individuales desnudándose en la libertad particular para conquistar a ese alter, otro al que investigamos con rigor metodológico para dejar de ser uno y ser dos. El “yo” es ahora “nosotros”. Y el problema inicia cuando en ese proceso que no juzgo, se eclipsa la libertad individual. Sombras.
El amor es un conjunto de claroscuros. El peligro se funda en su costado fusco, en los espacios negros que son muchos. Abundan. Y siendo Sísifo, somos tan obtusos o tan humanos, de volver a caer en la misma rutina de cuatro ojos y dos miradas encerradas en un cuarto sin salidas alternativas.
El amor en comunión debería ser como cocinar capeletes. Se hacen cada uno por separado, se cocinan en la misma cacerola a temperaturas elevadas, desde abajo surgen tan apetitosos, caen después y otra vez, a un lugar común. Ahí la salsa. Después, cada porción a su plato. Se comen por separado.
No presionemos el flash. Si queremos fotos que sean mejor con la claridad que el amor irradia cuando es luz. Optar para que el amor, en cada intersticio, sea un preludio.

No hay comentarios.: