Me llamo Martina y tengo 34 años. Soy abogada de profesión y vendedora de vocación, al menos eso dicen las víctimas de mis discursos, aparentemente persuasivos. Que no es lo que decís, es tu sonrisa; que es la forma en la que mirás; o no, puede ser el acento en las palabras…no sé. O quizás, ahora que lo pienso acá sentada mientras mi vida se me hace una escena cinematográfica, quizás sólo sea que no tengo verdaderamente ninguna intención. Sí, es tal vez que la honestidad es lo que más “vende”.
Lo cierto es que las víctimas se entregan a los discursos no sangrientos pero sí asesinos de esta mujer (inocente) que soy. El Síndrome de Estocolmo me exceptúa o justifica o, espero al menos, explique el cariño que me tienen. Todos te quieren, dice mi hermana cuando tomamos unos mates debajo de la parra en la casa de los viejos. Todos menos él, porque se enamoró de mi, es verdad, pero algo anda mal.
Ahora me traiciona, tiene una amante que no conozco pero que imagino. Y después de estar engañándome por un año, creo que anoche fue la última vez. Simplemente lo intuyo al momento que supongo que se quedará con esa última cerveza y los besos en una cama alquilada, como el mejor recuerdo de ella. Y mientras espero que salga de bañarse para ir a cenar a la casa de su hermano que hace monólogos de su éxito, pienso que el mío, mi triunfo y el premio que la vida me ha dado, es él. Entonces deseo que el recuerdo que tenga de mí, cuando ya no esté, porque no sé si va a aprovechar esta última oportunidad, que ese recuerdo, sea un poco más que los dos centavos que quedamos debiéndole a la felicidad. Si ponía uno él y otro yo, hubiésemos pagado la deuda. Pero cada uno miró para otro lado, buscó otras cosas para no salvar esta relación.
Sí, es mejor que hablemos después que volvamos de la casa de su hermano. O antes…para qué fingir una relación que nos terminó por dominar a nosotros, los verdaderos actores. Fuimos incapaces de reinventarnos, o al menos de reciclarnos. Mi profesora de química de la escuela secundaria decía que nada se pierde, que todo se transforma. ¿Adónde estamos yendo entonces? ¿Cuál es la trituradora al final de este camino que hará migajas este amor para convertirlo en otra cosa? En verdad quisiera transformar nuestra pareja en algo mejor. Me equivoqué, lo sé. Pero él también y no sé si lo asume. ¿Qué intentó mejorar entre nosotros dos durante este año con una amante de la que además, se enamoró? Las soluciones llegan con decisiones claras, con todas las fichas sobre la mesa de juego, porque sino se trata de una trampa en la que cae el mismo tramposo.
Voy a decirle, cuando salga del baño, que cuando volvamos tenemos que hablar, que así no podemos seguir. Ahora Marcos abre la puerta y yo, sentada sobre la cama y apoyada sobre el respaldar, lo miro. Esos ojos los conozco, me dice. Son los de siempre, le digo. Está ahí, tan igual pero tan diferente, ¿es que de algo sirve reinventarnos, reciclarnos? Quizás simplemente deba terminar, debamos separarnos. Deja caer la toalla y camina desnudo por la habitación, pero lo único que puedo ver es la firmeza que lo sostiene, cada paso, cada cosa que ha hecho en su vida ha sido la demostración de un hombre seguro y confiable. ¿Estaba seguro de tener una amante? ¿Qué clase de decisión es esa? ¿O simplemente pasó? ¿No podía decírmelo, por qué engañarme? ¿Qué hace acá conmigo todavía?
- No vamos a ir a lo de mi hermano.
- ¿Por qué?
- Porque quiero que hablemos.
- ¿Y por qué no hablamos después si la ya le dijiste que íbamos a cenar?
- Porque necesitamos hablar en un lugar neutral…y mi hermano me perdonaría cualquier cosa, no importa el error, y en cambio no sé si vos me perdonarías todo.
- ¿Por qué habría de perdonarte todo?
- Quizás porque no hay uno, en la relación, que sea más omnipotente o misericordioso.
- Pero hay diferentes tipos de errores.
- Sí, los más importantes son los que te lastiman el alma…algo tan sublime… ¿qué determina que un error sea tan tremendo? Eso, la manera en que el alma te quedó después que te hirieron.
Me llamo Martina y tengo 34 años. Soy abogada de profesión y vendedora de vocación, al menos eso dicen las víctimas de mis discursos, aparentemente persuasivos. Pero los victimarios algunas veces también somos torturados. No sé si Marcos practicó su alocución, si en verdad esperaba que yo lo perdonara o que en una suerte de soliloquio conmigo solamente en el auditorio, buscaba su propio perdón. Sucede que las primeras víctimas de un hecho delictivo, son los victimarios.
Hablamos ahí, no hubo lugar neutral. Nos sinceramos y ni siquiera sé si nos perdonamos. Pero sí sé que anoche fue la última vez para ellos dos, amantes que quisieron ser de ocasión, que lo fueron, pero que se enamoraron. ¿Realmente se enamoraron? Un par de besos de vez en cuando, un resumen de la vida en una salida clandestina, la adrenalina de lo prohibido, la idealización fingida y una conexión particular, no son la mejor descripción del amor, me dijo Marcos. Esos ojos los conozco, afirmó después. Son los de siempre, le dije. No, son diferentes. Son los mismos Marcos, pero miran diferente.
Me levanté de la cama y me fui al baño. Busqué mi mirada en el espejo. ¿Qué determina la gravedad de un error? La herida con la que queda el alma, la medida de su dolor. ¿Hay medicina para curarla? Tal vez un análisis matemático que arroje un resultado de la relación, calculando lo positivo versus lo negativo durante los años que duró el amor. Quizás un estudio profundo de significados o una investigación histórica para determinar si algo de todo, valió la pena. O no, a lo mejor, la única medicina es un abrazo que inaugure una nueva oportunidad para intentarlo. Ahora la que abre la puerta del baño soy yo. Esos ojos los conozco, le digo. Son los de siempre, me dice. Sí, pero miran diferentes Marcos. Como los tuyos, responde.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario