3.10.10

el hombre de camisa a cuadros

Esa linternita, “ita” porque es pequeña de verdad, recorre los orificios de mi nariz de un lado a otro y se parece al péndulo de un reloj que mide, imagino, el estado de la situación para definir el tiempo de recuperación. Es pequeña, pero a mi me parece un gigantesco reflector que encandila mis ojos, aún cuando los párpados están cerrados.

Pienso que el post-operatorio no será como el de los 17 cuando me sacaron las amígdalas. No, acá no habrá helado, porque la recuperación será fría pero para nada deliciosa.

Tengo algunos últimos recuerdos antes de la anestesia. Uno, el dolor. Ese que solamente puede sentir el que lo padece. El dolor tan vívido, tan verídico, que desmitifica aquella premisa de que la realidad es un recorte de subjetividades. Mierda que sí me dolía!

Y el dolor, además de devolverte a la realidad tangible, se siente solo. El dolor cuando suena el teléfono para decirte que alguien ya no está en el mundo, el que te cala el hueso o te rompe los músculos, el que se extiende por el interior invisible del alma cuando una relación se deshace. Cualquier dolor, se siente por dentro o por fuera en soledad. Y eso es lo terrible del sufrimiento, no hay nada que pueda acompañarlo.

Sin embargo, hay quienes tienen la suerte de tener gente querida cerca. Entonces, otro recuerdo que tengo es mi familia rodeándome y yo, entendiendo que el único activo que la vida te ofrece, es eso, los afectos. Esas personas incondicionales que ni la muerte podrá llevarse y que con la muerte seguramente nos llevamos.

Y tengo un recuerdo más de ese momento, un último recuerdo antes de que el líquido que salía de esa inyección me durmiera hasta la conciencia: el hombre de camisa a cuadros.

No sé si es producto de mi imaginación, pero en mis decisiones más importantes, lo he visto. Cuando decidí mi vida profesional; cuando le propuse matrimonio a mi novio porque ya no podía esperarlo más, ni a él ni a su timidez; cuando me fui o me quedé en un lugar; o cuando me tomé un tren o un avión. Simplemente, ese hombre de camisa a cuadros ha pasado, se ha quedado o a he estado ahí, en la intersección de caminos cruzándose, en la elección de la ruta que parecía mejor. Y yo siempre lo seguí, si doblaba a la izquierda o si tomaba por la derecha, siempre imaginé que lo seguía a él. Y seguirlo no ha sido garantía de éxito. Porque también tomé la misma dirección que él cada una de las veces que me equivoqué o que las cosas no salieron tan bien. Digo, el hombre de camisa a cuadros, parece haber sido, ahora que lo pienso, una guía.

La linternita se apaga y escucho que el doctor le dice algo a mamá. Entonces alguien empieza a empujar y yo, sin voluntad, empiezo a recorrer los pasillos del hospital. Parece que me llevan a algún lugar. Pero en realidad sigo ahí, pensando y tratando de recordar, ¿qué pasó antes de esto? Sí, ya sé. Bajé las escaleras corriendo, fui hasta la cocina, recogí las llaves y me subí al auto. Aceleré como si jugara una carrera, porque iba a tomar una decisión. ¿Y por qué tan rápido? ¿Era necesaria? Ahora entiendo a dónde conduce tanta velocidad cuando siempre existe la posibilidad de hacer las cosas más despacio. Sí, ya recuerdo. Antes de subir al auto lo vi pasar, el hombre de camisa a cuadros siguió por otro lado y lo vi, lo vi. ¿Por qué no lo seguí? Ahora solamente recuerdo que tomé el camino contrario. No estaba segura, por eso iba rápido. Rápido, hasta que en una esquina el tiempo se detuvo y ahora estoy acá, en esta sala de hospital.

¿Quién es el hombre de camisa a cuadros? ¿Qué esconde? Porque lo he seguido siempre, y no siempre las cosas han salido bien, pero sin embargo el camino ha sido todas las veces el mejor. ¿Por qué no lo seguí en ese momento? Él se había ido para otro lado, el que tendría que haber seguido yo.

Siento a lo lejos una voz, “está todo listo doctor”, dice. Otra vez, la aguja moderadora del dolor empieza a tomar mi cuerpo, mi conciencia y la mente va quedándose en silencio. Y como si fuese una película de cine mudo, me veo en blanco y negro siguiendo al hombre de camisa a cuadros. No es él, soy yo la que decide. No es él, soy yo la que tomo el camino. No es él, soy yo la que sintió cada vez que esa era la dirección correcta. No es él, soy yo porque él ha sido durante todos estos años una proyección de mis deseos. Entonces con el último suspiro entiendo que el golpe más grande que he tenido, un golpe que quizás se lleve mi vida si la cirugía no logra retenerla, ha sido aquel en el que no seguí al hombre de camisa a cuadros o, lo que es lo mismo, aquel en el que no hice lo que sentí. Sonrío, la anestesia me toma con una sonrisa. ¿Volveré a verlo?

Creo que han pasado unas horas y abro los ojos. Lo veo. Para mí el tiempo no ha pasado. Lo veo ahí, ahí está el hombre de camisa a cuadros. Me mira. Nos miramos. Izquierda o derecha, ¿qué camino vas a tomar? Entonces sonríe y sigue de largo, hacia al frente. Entonces comprendo, como decía papá, que hay que caminar siempre para adelante. Eso haremos el hombre camisa a cuadros y yo, seguir para adelante sin mirar atrás, hasta el final.